Bajaba del caballo
y en la esquina de la plaza,
hierático, el abuelo
firme se plantaba.
Parecía un árbol gigante.
Sonaban sus polainas.
Para la prueba convenida
de antemano,
en la casa de enfrente
la encantadora Circe me esperaba.
Era una muchacha adorable.
Las candelas negras y voraces
que ardían en sus ojos
me devoraban con sus llamas.
El abuelo miraba al infinito,
inmutable y lejano.
Adentro, en un rincón del cuarto,
yo me iba encogiendo
a la manera de un Gregorio Samsa.
Viraban mis nervios.
Mis sienes martilleaban
sin cesar con sus enormes clavos.
La voluptuosa criatura,
en un rito lascivo
se iba despojando
una a una de sus prendas.
Comenzaba así a insinuarse.
Yo temblaba hasta el fondo.
De trecho en trecho,
ráfagas glaciales
horadaban mis huesos.
Caía en un profundo vértigo.
A raudales sudaba.
Como por encanto, las caricias
mágicas salidas
de aquellas blancas manos
poco a poco me iban despertando.
Abría los ojos con asombro.
La miraba.
De este modo empezaba a recobrarme.
La ceremonia de mi virilidad
se oficiaba en silencio
y en el resplandor penumbroso
de una habitación sucia y desolada.
El miedo ya comenzaba a disiparse.
Con sus garras de hierro,
frías, no obstante todavía,
aferraba mis extremidades
y no quería soltarlas.
Pero la bella hechicera,
por el poder de sus conjuros
se encargaban al punto de librarme.
Luego abría la puerta,
se asomaba al mundo de afuera
y con la cabeza hacía una señal.
Por el colmillo izquierdo
el abuelo escupía. Me agarraba
duro por el brazo
y bajo sus paso fuertes y sonoros
sus espuelas sacaban chispas
de las piedras de la calle.
Perdida la mirada
más allá de la tierra
como en sueños regresaba,
muy triste, a mi cuerpo de antes.
Francisco Pérez Perdomo (poema extraído del libro La casa de la noche publicado en el año 2001)
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